Joy y su mamá Faustina «Sobre los olvidados»

En otras fotografías compartiré mi experiencia de conocer a Joy y a Faustina. Ahora prefiero compartir las palabras de Faustina .

Responder a la llamada

Por las mañanas nuestra casa está en silencio. Cuando suena el teléfono, me apresuro a responder para que no se despierte mi hija pequeña, Joy, que duerme con la boca abierta. Joy ocupa el corazón de la casa, a medio camino entre el recibidor, el salón y las habitaciones, cerca de la cocina antigua. Así está siempre presente, a tiro de piedra y calentita.

Suena el teléfono, digo.

Yo: “¿Hola?”.
Una voz femenina: “Hola… ¿puedo hablar con Joy?”.
Yo: Sí… dígame…
La voz femenina: ¿Es usted Joy?
Yo: No, no… soy su madre. Joy tiene seis años…
La voz femenina: “Ah, mire. Soy Catalina. Llamo de la oficina de dependencia… estamos verificando que los individuos con grados altos de dependencia están siendo atendidos, para saber si tenemos que intervenir llevando alimentos, o algo…”

Se me encoge el corazón. Los individuos que tienen grados altos de dependencia y no tienen familiares que los cuiden hace una semana están confinados. Si no hay nadie que los cuide, a estas alturas, están cagados de hambre, sed, miedo y frío.

Yo: Joy está bien, está atendida…
La voz femenina: Entiendo que usted la está cuidando, no está trabajando y se ocupa de ella…
Respondo: sí claro, me ocupo.

Me ocupo de ella a todas horas, todos los días de la semana. Estar confinada con una persona dependiente a cargo significa hacerlo todo dos veces de forma encadenada y sin parar. Lavarte tú y lavarla a ella, desayunar tú y desayunar ella, moverte tú y moverla a ella. Limpiar tu entorno y el suyo. Preparar tu almuerzo y el suyo, tu comida y su cena. Charlarte y charlarle. Cantarte y cantarle. Mantener infinitas conversaciones sin pies ni cabeza donde te inventas todas las respuestas a tus preguntas.
¿Estas bien, Joy?, sí estás bien. ¿Te gusta así?, sí, sí te gusta. O no, no te gusta. ¿Te quieres mover?, sí, sí quieres.

¿Y qué más quieres?

Así, un traqueteo a dúo interminable. Sin salidas, sin relevos, sin cambios de paisaje que aireen la atmófera interna. Mi marido interviene para aflojar cuando sube la tensión. Se ocupa de hacer girar el sol y la luna a nuestro alrededor. No me quejo, tenemos la suerte de vivir en el campo. Suerte de tener espacio alrededor, jardín, patio, vistas al mar. Suerte de estar vivos. Suerte de ser cuatro y no tres, ni dos. Ni uno.
Tenemos la fortuna de tenerla a Joy, riendo, entre los brazos. Estamos confinados y confitados en amor. Aunque cada tres días me salte la chapa y le grite alguna barbaridad al padre que, invariablente, funge de pararrayos para mi frustración.
En el nudo de la garganta se apelmaza un futuro sombrío, la ya no tan remota posibilidad de que algo como lo que está sucediendo vuelva a suceder y yo no esté para cuidar a mi hija dependiente.

La pregunta es:
¿Qué pasa con los dependientes sin familia?
¿Quién responde a la llamada?

“Bien”, sigue la voz femenina, “Si Joy está atendida por su madre, está bien. La dejo tranquila entonces… señora. Sigo con lo mío…”.

Se esfuma la voz reconfortante de Catalina y así de tranquila me quedo. Imaginando a otr@s dependientes como Joy, ancianos, adultos, jóvenes y niñ@s que no hablan, no ven, no caminan. En cualquier rincón de España o del mundo, confinados por el coronavirus.

Ahora, en algún lugar suena la llamada de Catalina.”

Faustina Hanglin